
Dios no promete una vida sin pruebas, pero sí asegura que todo lo que vivimos —aún lo más difícil— tiene un propósito. El proceso que atravesamos no cancela el propósito divino, sino que lo prepara. Así como la cruz no fue el final para Jesús, nuestras pruebas no son el final, sino el camino hacia un testimonio mayor.
Cada dificultad tiene valor eterno. Nada se desperdicia en manos de Dios: cada lágrima, cada lucha, cada silencio, Él lo usa para formar en nosotros algo que glorificará su nombre. Confiar en Dios no es entender todo, sino creer que Él sigue en control incluso cuando no lo vemos claro.
Al final, los grandes testimonios nacen de grandes pruebas, y serán evidencia viva de que todo obró para bien, para gloria de Dios.